EL VALOR DE LA VIDA
Al despertar,
Florencio recordó que tan solo le quedaba un año más de vida. Las palabras del médico
aún seguían resonando en su mente: “Lo siento, no hay nada más que podamos
hacer”. Durante los últimos años que vivió en nuestro pueblo se había aislado
completamente de todos y ahora la muerte podría ser el inicio de una felicidad
distinta. ¿Estarías listo, Florencio? A
través de la ventana llegaba el sol radiante del verano y las calles estallaban
con la alegría de los niños. La soledad de los últimos años lo había consumido
por completo. Ahora, a sus 73 años y muy lejos de su verdadero hogar, le iba a
ocurrir precisamente lo que había imaginado
durante años: Había llegado el momento de morir.
Muchos días después
volví a ver a Florencio Agustín. Apareció de pronto, cerca de mi casa, en una
de las calles ubicadas en la entrada del
pueblo. En un primer momento me fue difícil reconocerlo por su cabello
prácticamente escaso, sus grandes ojos amarillos, su cuerpo magro y debilitado- que atribuí al paso de los años- y su rostro
repleto de arrugas que ya no expresaba la juventud de entonces. Prácticamente todo en él era distinto.
Caminaba hacia su casa con pasos cortos y por la dirección de su mirada pensé
que venía buscando algo. Todavía recuerdo que desde el primer día que vino a
vivir aquí- después de la muerte de Celia-, eligió para vivir una de las casas
más antiguas del pueblo en donde vivieron los primeros sacerdotes que llegaron
durante el siglo XVIII. De su
vida privada, Lo único que sabíamos era que prefería permanecer muchas
horas en su casa junto a su biblioteca,
la única herencia que recibió de sus abuelos, y que conservaba con recelo.
Los únicos recuerdos que Florencio conservaba intactos en su
memoria- que también serían los mejores- no venían de sus momentos de la
infancia, junto a su familia; ni tampoco de su despedida del gran colegio
nacional Pedro Coronado por ser uno de los mejores maestros de historia que por
allí pasaron, sino de sus momentos inolvidables con Celia, durante más de 30
años, en el norte del Perú, en una casa
rodeada de naranjos frente al río y donde el sol, intenso y sofocante, salía
siempre a la misma hora y terminaba a altas horas de la tarde.
Lo que yo en
verdad admiraba en él era que trajo a este pueblo -sin vida, dominado por la
envidia y que estuvo a punto de desaparecer más por la falta de comprensión
entre sus habitantes que por los problemas políticos- el gusto del amor por
nuestra historia. Desde su llegada, el pueblo recobró la felicidad perdida
durante mucho tiempo y decidieron
continuar con las antiguas costumbres que se iban perdiendo con el paso de los
años: En la escuela los niños entonaban el himno con entusiasmo, las canciones
populares se cantaban como nunca antes y
los fines de semana todos solían reunirse en la plaza principal para dialogar
de nuestra historia y de sus héroes.
Días antes de
su muerte, Florencio tuvo la idea de salir de su casa por última vez antes de
encerrarse definitivamente a esperar el momento final. Mientras caminaba de memoria por las calles
aledañas del pueblo, triste, sin un rumbo fijo y pensando en cómo sería la vida
si estuviera muerto, no sabía que aquí siempre sería recordado, porque su
presencia en este pueblo, desde el día que llegó, significó tanto que hasta
ahora, muchos años después de su muerte, todavía lo recordamos durante las reuniones en la plaza
principal y en los discursos del alcalde. De repente, algún día llegó y desapareció de la misma manera, sin dejar
un rastro a su paso. Para conmemorar el primer año de su muerte, el alcalde
llamó a los mejores músicos de la ciudad, mandó a preparar las comidas típicas
del pueblo y exigió que durante ese día todos lean parte de nuestra historia
que se iba perdiendo a través de las generaciones.
Cuando llegó
el día de su muerte, sintió que iba perdiendo las fuerzas de sus
movimientos y vomitó un líquido negro y
maloliente. Intentó abotonarse la camisa y abrocharse el cinturón pero tuvo dificultades
para hacerlo. Hizo un esfuerzo sobrehumano por ir a la cocina a comer algo pero
fue inútil, su cuerpo rechazaba todo lo que comía. Al momento de sentarse en su
mecedora se desplomó y sintió una nube de polvo que recorría las habitaciones. Al
parecer ya nadie vivía en esa casa desde hace mucho tiempo. Mientras pasaban
las horas crecía en él la angustia y la desesperación. “¿Acaso me moriré hoy? A
veces los sabios galenos también se equivocan”, concluyó. Se dispuso a salir de
su casa. Pensaba que su cuerpo no aguantaría más y que al primer intento colapsaría
por completo. Con mucho esfuerzo logró caminar y llegó hasta la puerta. Sintió
tanto miedo como no lo había sentido jamás en su vida. Después de pensar por
largo rato, decidió tirar de la manija de la puerta. Mientras lo hacía, sintió
que las piernas le temblaban. Abrió la puerta de un sacudón y se lanzó hacia
afuera. Respiró un aire frío, liviano. Vio a lo lejos a un niño caminando de la
mano de su madre. Quedó feliz al mirarlo. Recordó el hijo que soñó tener junto
a Celia, durante los primeros años que vivieron juntos, que fue el mismo
recuerdo que tuvo cuando el médico le dijo que su cuerpo estaba contaminado por
el cáncer. Entonces se agarró de la pared y caminó despacio. Estaba cerca, tan
cerca. ”Niño”, pensó que decía. Pero el niño no lo miró y siguió al lado de su
madre. Avanzó más, y por un instante vio que la plaza principal estaba llena de
gente, que las personas caminaban y nadie se daba cuenta de que él estaba en
medio de todos implorando, llamando, hablándoles, pero era inútil: Ya estaba
muerto.