jueves, 25 de enero de 2018

Cuento de las Mil Palabras-2018


EL VALOR DE LA VIDA

Al despertar, Florencio recordó que tan solo le quedaba un año más de vida. Las palabras del médico aún seguían resonando en su mente: “Lo siento, no hay nada más que podamos hacer”. Durante los últimos años que vivió en nuestro pueblo se había aislado completamente de todos y ahora la muerte podría ser el inicio de una felicidad distinta. ¿Estarías listo, Florencio?  A través de la ventana llegaba el sol radiante del verano y las calles estallaban con la alegría de los niños. La soledad de los últimos años lo había consumido por completo. Ahora, a sus 73 años y muy lejos de su verdadero hogar, le iba a ocurrir precisamente lo que había imaginado  durante años: Había llegado el momento de morir.

Muchos días después volví a ver a Florencio Agustín. Apareció de pronto, cerca de mi casa, en una de las calles  ubicadas en la entrada del pueblo. En un primer momento me fue difícil reconocerlo por su cabello prácticamente escaso, sus grandes ojos amarillos, su cuerpo magro y debilitado-  que atribuí al paso de los años- y su rostro repleto de arrugas que ya no expresaba la juventud de entonces.  Prácticamente todo en él era distinto. Caminaba hacia su casa con pasos cortos y por la dirección de su mirada pensé que venía buscando algo. Todavía recuerdo que desde el primer día que vino a vivir aquí- después de la muerte de Celia-, eligió para vivir una de las casas más antiguas del pueblo en donde vivieron los primeros sacerdotes que llegaron durante el siglo XVIII. De su vida privada, Lo único que sabíamos era que prefería permanecer muchas horas  en su casa junto a su biblioteca, la única herencia que recibió de sus abuelos, y que conservaba con recelo.
Los únicos recuerdos que Florencio conservaba intactos en su memoria- que también serían los mejores- no venían de sus momentos de la infancia, junto a su familia; ni tampoco de su despedida del gran colegio nacional Pedro Coronado por ser uno de los mejores maestros de historia que por allí pasaron, sino de sus momentos inolvidables con Celia, durante más de 30 años, en el norte del Perú,  en una casa rodeada de naranjos frente al río y donde el sol, intenso y sofocante, salía siempre a la misma hora y terminaba a altas horas de la tarde.
Lo que yo en verdad admiraba en él era que trajo a este pueblo -sin vida, dominado por la envidia y que estuvo a punto de desaparecer más por la falta de comprensión entre sus habitantes que por los problemas políticos- el gusto del amor por nuestra historia. Desde su llegada, el pueblo recobró la felicidad perdida durante mucho tiempo y  decidieron continuar con las antiguas costumbres que se iban perdiendo con el paso de los años: En la escuela los niños entonaban el himno con entusiasmo, las canciones populares se cantaban como nunca antes  y los fines de semana todos solían reunirse en la plaza principal para dialogar de nuestra historia y de sus héroes.
Días antes de su muerte, Florencio tuvo la idea de salir de su casa por última vez antes de encerrarse definitivamente a esperar el momento final.  Mientras caminaba de memoria por las calles aledañas del pueblo, triste, sin un rumbo fijo y pensando en cómo sería la vida si estuviera muerto, no sabía que aquí siempre sería recordado, porque su presencia en este pueblo, desde el día que llegó, significó tanto que hasta ahora, muchos años después de su muerte, todavía lo  recordamos durante las reuniones en la plaza principal y en los discursos del alcalde. De repente, algún día llegó  y desapareció de la misma manera, sin dejar un rastro a su paso. Para conmemorar el primer año de su muerte, el alcalde llamó a los mejores músicos de la ciudad, mandó a preparar las comidas típicas del pueblo y exigió que durante ese día todos lean parte de nuestra historia que se iba perdiendo a través de las generaciones.

Cuando llegó el día de su muerte, sintió que iba perdiendo las fuerzas de sus movimientos y  vomitó un líquido negro y maloliente. Intentó abotonarse la camisa y abrocharse el cinturón pero tuvo dificultades para hacerlo. Hizo un esfuerzo sobrehumano por ir a la cocina a comer algo pero fue inútil, su cuerpo rechazaba todo lo que comía. Al momento de sentarse en su mecedora se desplomó y sintió una nube de polvo que recorría las habitaciones. Al parecer ya nadie vivía en esa casa desde hace mucho tiempo. Mientras pasaban las horas crecía en él la angustia y la desesperación. “¿Acaso me moriré hoy? A veces los sabios galenos también se equivocan”, concluyó. Se dispuso a salir de su casa. Pensaba que su cuerpo no aguantaría más y que al primer intento colapsaría por completo. Con mucho esfuerzo logró caminar y llegó hasta la puerta. Sintió tanto miedo como no lo había sentido jamás en su vida. Después de pensar por largo rato, decidió tirar de la manija de la puerta. Mientras lo hacía, sintió que las piernas le temblaban. Abrió la puerta de un sacudón y se lanzó hacia afuera. Respiró un aire frío, liviano. Vio a lo lejos a un niño caminando de la mano de su madre. Quedó feliz al mirarlo. Recordó el hijo que soñó tener junto a Celia, durante los primeros años que vivieron juntos, que fue el mismo recuerdo que tuvo cuando el médico le dijo que su cuerpo estaba contaminado por el cáncer. Entonces se agarró de la pared y caminó despacio. Estaba cerca, tan cerca. ”Niño”, pensó que decía. Pero el niño no lo miró y siguió al lado de su madre. Avanzó más, y por un instante vio que la plaza principal estaba llena de gente, que las personas caminaban y nadie se daba cuenta de que él estaba en medio de todos implorando, llamando, hablándoles, pero era inútil: Ya estaba muerto.

Día 1

30 DE JULIO DEL 2019 Y por fin decidí hablarte, ¿amor? los días habían pasado, sí, eran difíciles sobre todo desde la primera vez que te vi...