De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el
centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era
una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y
materiales de los otros pueblos: Rastros de una guerra civil que cada vez
parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo
contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de
piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los
escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las
calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente,
al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose
hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo y un corral
para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos.
…
Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos
la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez,
pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha
lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo
detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién
llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a
recibirlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y
sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la
tierra.
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